Fue la infraestructura más frágil del sistema ferroviario cubano la que al final colapsó: un pan con salchicha. No hizo falta un descarrilamiento ni una avería monumental; bastó la merienda servida (o revendida, o guardada quién sabe cuántas horas sin frío) para que el tren extra #18 —la ruta de Manzanillo/Bayamo a La Habana— tuviera que detenerse de emergencia en Jicotea, municipio de Ranchuelo, Villa Clara. Lugar que vio nacer hace ya muchísimos años al gran Rolando Fundora; azote de cientos de estudiantes en la Escuela Vocacional del Santa Clara y otros centros estudiantiles de la provincia.
El parte oficial, revelado por la Agencia Cubana de Noticias, ACN, habla de “intoxicación alimentaria” con “síndrome emético y deshidratación leve”, 25 hospitalizados —20 adultos y cinco niños—, y 653 personas “pesquisadas”. Nadie en estado grave, todos hidratándose, todo bajo control. La prosa del parte es impecable; el estómago de los viajeros, no tanto.
La parada forzosa ocurrió la tarde del 18 de septiembre y el convoy siguió viaje luego de los traslados al Hospital Arnaldo Milián Castro y al pediátrico José Luis Miranda, ambos en Santa Clara. El ministro de Transporte, Eduardo Rodríguez Dávila – hermano por cierto, de Ernesto Rodríguez, uno de los que sufrió a Fundora entre los años 1981 y 1984 – informó puntualmente en Facebook: números, flujos, coordinación con Matanzas y La Habana, y promesa de investigación. El tren —asegura— llegó sin novedad a Matanzas a las 8:30 p. m. y se estimaba en la capital a las 11:00 p. m. La maquinaria comunicacional funcionó con la precisión que uno esperaría de los frenos, no del buffet.
La versión de la Agencia Cubana de Noticias no entra en detalles sobre qué se comió. Otros medios —estatales y no estatales— completaron el cuadro con la misma prudencia clínica: vómitos, diarreas, hidratación, estabilidad; pero cuando hay comida en mal estado, los adjetivos sobran.
Fuera de los partes, en los márgenes de Facebook donde suele vivir la verdad incómoda, revelada por las víctimas a las que el periodismo oficial nunca les da voz, apareció el sospechoso habitual: el “pan con perro”.
Varios testimonios apuntan a una merienda de pan con salchicha vendida a bordo, al principio “en buen estado”, pero guardada por los pasajeros durante horas de retraso, sin refrigeración, hasta que la bacteria se puso el uniforme y pasó a “cobrar” peaje en los estómagos en cada coche. No es una conclusión oficial; es una hipótesis reiterada por viajeros y replicada por reporteros que citaron a esos mismos viajeros. La cronología encaja demasiado bien con el manual de intoxicaciones por embutidos mal conservados: calor, tiempo y plástico, señala el periodista Alberto Arego en su perfil de Facebook.
Que un bocadillo detenga un tren suena a chiste cruel, pero también a síntoma. La precariedad energética y de cadena de frío no perdona. Si el convoy se retrasa, la merienda envejece; si no hay hielo, no hay milagro; si el control sanitario es “de palabra”, la Salmonella toma nota.
En redes, usuarios que han viajado en esos trenes pintan un paisaje consistente y una realidad que conocemos cientos de cubanos: alimentos preparados con demasiada anticipación, sin refrigeración, “mortadela cruda” sobre pan, refrescos calientes y ventas dobles (la de la noche y la de la mañana “para llevar”). Una usuaria lo resumió con precisión bacteriológica: “Eso va guardado en el cubículo de la ferromoza, con calor”. El resto es biología.
La otra mitad del cuadro es política, y ahí el país volvió a dividirse entre exclamaciones y aplausos.
En el muro del ministro desfilaron encomios que, de tan efusivos, deberían venir con tirita: “El mejor ministro”, “ejemplo para los demás”, “debería ser nuestro presidente”. No es satírico, es literal. Uno esperaría que, ante un incidente alimentario masivo en un servicio público, la reacción natural fuera exigir trazabilidad del lote, protocolo de frío, responsables y sanciones. Pero el algoritmo local premia el bronce: “Gracias por informar”. El problema no es la transparencia de la que hace gala como ninguno el Ministro de Transporte; es la costumbre de aplaudirla como si fuera excepcional, cuando en realidad es responsabilidad suya que alimentos en esas condiciones de elaboración sean vendidos a bordo de tales medios de transporte.
Mientras tanto, los detalles clínicos confirman que la suerte —y la atención rápida— estuvieron del lado de los pasajeros. Los cinco niños, ingresados en el “José Luis Miranda”, evolucionan favorablemente; los adultos en el Milián Castro, también. Autoridades de higiene y epidemiología en Villa Clara describen un cuadro “consistente con intoxicación alimentaria de evolución favorable”, con pronóstico de alta progresiva en uno o dos días. El periodismo que sí llamó a los hospitales obtuvo exactamente esa película. Qué comieron, en cambio, sigue en investigación oficial; la palabra “salchicha” no cruza, por ahora, el umbral de los boletines.
Los trenes en Cuba: una metáfora testaruda
Pero los trenes son una metáfora testaruda. Es difícil no ver en esta escena un resumen de época: un país donde la logística cojea, la cadena de frío es una estalactita ideológica y la merienda de a bordo se vuelve ruleta. La Seguridad Ferroviaria siempre la pensamos en términos de señales, pasos a nivel y locomotoras; resultó que el riesgo venía envuelto en nylon. Y la cultura del “resuelve” hizo el resto: el vendedor que confía en su nariz, el pasajero que guarda para después, la estación sin frío, el coche con calor, el horario que se estira, el intestino que protesta.
¿Soluciones? Las obvias, que en Cuba siempre son heroicas: refrigeración real, no metafórica; control sanitario trazable, no verbal; horarios que se cumplen; menús que no dependan de una unidad de frío milagrosa; y, si todo falla, la humildad de decir con nombre y apellidos cuál fue el alimento, qué lote, qué proveedor y qué sanción. Hasta entonces, el episodio quedará archivado como lo que fue: un tren que se detuvo no por óxido en la vía, sino por bacterias en la merienda.
La buena noticia es que no hubo tragedia. La mala, que seguimos rozándola por causas que no necesitan satélite ni inversión millonaria para corregirse. Si la investigación confirma que el “pan con perro” fue el culpable, el dictamen será de manual: no fue mala suerte; fue mala gestión. Y si no lo fue, que lo digan con pruebas. Por lo pronto, el parte médico respira, el convoy llegó a destino y los viajeros aprendieron la lección menos glamorosa del ferrocarril cubano: más vale un estómago escéptico que cien “saludos cordiales” en Facebook.





