La Habana Vieja volvió a ser escenario de una escena de violencia extrema, esta vez en la esquina de Corrales y Egido, donde un hombre fue atacado a machetazos en plena vía pública y murió poco después a causa de las heridas.
El hecho fue reportado pero en el momento de ocurridos los hechos se desconocían las identidades, tanto de la víctima como de su agresor. Posterior a eso, se conoció gracias a la página en Facebook de NiO Reportando un Crimen, gracias a los testimonios brindados a ella por residentes del barrio, el nombre de la víctima.
Esta fue identificada como Yoelandi Ruiz Galán, conocido como “El Cuti”, un hombre que acababa de salir de prisión tras cumplir una larga condena por homicidio.
La primera versión de lo ocurrido, reconstruida a partir de esos reportes ciudadanos, señala que el ataque no fue un arrebato súbito, sino la culminación de una venganza incubada durante casi dos décadas. De acuerdo con estas fuentes, cuando el presunto agresor era todavía un niño, perdió a su hermano en un hecho violento por el cual Ruiz Galán fue procesado y condenado. El ahora fallecido habría cumplido alrededor de 18 años de cárcel y regresó hace poco a las calles del mismo barrio donde vivían los familiares de su víctima.
En ese lapso, según los testimonios recogidos por NiO, el hermano del muerto de entonces habría crecido con un único propósito: ajustar cuentas.
Algunos vecinos aseguran que el presunto atacante habló durante años, casi sin rodeos, de que vengaría a su hermano. No se trata solo de una frase dicha en caliente: fue un dolor que nunca encontró ni acompañamiento psicológico ni contención institucional, y que terminó cristalizando en una promesa de muerte. Ahí entra una responsabilidad que va más allá de las dos familias implicadas y del propio “ambiente” del barrio. Cuando la familia falla, cuando el barrio normaliza la idea de la venganza como único camino, debería aparecer el Estado. En Cuba, sin embargo, ese tipo de alarma casi nunca existe.
Lo que ocurre con este caso dialoga directamente con un problema más amplio del sistema judicial y penitenciario cubano. Las leyes siguen sin incorporar enfoques integrales de prevención para violencias de género y de otro tipo, ni contemplan de forma real medidas como terapias obligatorias, evaluaciones psicológicas profundas o seguimientos posteriores a la condena. El propio Código Penal de 2022 deja en manos del tribunal un margen amplísimo de subjetividad al otorgar la libertad condicional, al hablar de “condiciones individuales” y de “razones fundadas” para considerar que el sancionado se ha enmendado, sin exigir dictámenes técnicos ni protocolos claros que respalden esa valoración. En la práctica, no hay recursos, ni protocolos de atención a agresores, ni una cultura institucional de intervenir a tiempo en historias atravesadas por la violencia.
En este caso concreto, el agresor no estaba preso, pero sí habría comunicado en varias ocasiones lo que pensaba hacer cuando el hombre que mató a su hermano saliera de la cárcel. Esa combinación de antecedentes, discursos de venganza y contexto violento no activó ninguna alarma. Nadie intervino para trabajar con ese niño que creció respirando odio hasta convertirse en adulto. No hubo escuela, ni sistema de salud ni trabajadores sociales ni red comunitaria ni mecanismo estatal que lo sacara de ese guion. Lo que falló no fue solo una familia herida: falló el Estado, que vuelve a aparecer únicamente cuando ya hay un cadáver en la calle y otra vida, la del agresor, encaminada a la próxima condena.
Lo cierto es que la mañana del martes la venganza dejó de ser promesa y se convirtió en un ataque feroz con machete en medio de la calle, ante testigos que poco pudieron hacer más que gritar y apartarse. Las imágenes del lugar, difundidas luego en redes sociales, hablan de un cuerpo tendido en el pavimento, rodeado de sangre, y de un barrio conmocionado que, aun así, está acostumbrado a ver la violencia como parte de su paisaje.
Los testigos del hecho, y otros residentes en el barrio, identificaron al presunto agresor como Yaniel o Yasniel Sánchez, conocido como “El Fisti” o “El Fisty”, y aseguran que se encuentra prófugo. NiO Reportando un Crimen ha subrayado que estos datos provienen exclusivamente de reportes ciudadanos y que, hasta el momento, no han sido confirmados por ninguna autoridad oficial. Tampoco se ha informado sobre su detención.
En los comentarios a las publicaciones, una parte importante del público valida la agresión como una forma de “justicia” tardía. Frases como “el que a hierro mata, a hierro muere”, “deudas son deudas” u “ojo por ojo” se repiten bajo las publicaciones, acompañadas de mensajes donde se afirma que “se hizo justicia” y se felicita al supuesto vengador por haber “cumplido su palabra” ante el cadáver de su hermano.
Este es otro síntoma del deterioro general. No es solo un reflejo del impacto emocional del caso; es el resultado de años de normalización de la violencia, del vacío educacional y de la ausencia de una cultura cívica que permita procesar el conflicto de otras formas.
Esta reacción social —esa facilidad con que muchos convierten un homicidio en un acto de reivindicación legítima— no nace de la nada. Es, en esencia, otra falla del Estado. Durante décadas, la escuela cubana evitó formar ciudadanía crítica, no enseñó a manejar conflictos ni a comprender la justicia más allá del castigo y el punitivismo – por eso se leen tantas expresiones a diario pidiendo «la pena de muerte», «la más severa de las condenas» o «un Bukele para Cuba» -, y no promovió educación emocional que ayude a tramitar el dolor sin convertirlo en venganza. En un país donde la ley es percibida como desigual, donde la justicia suele ser opaca o tardía, y donde el Estado no educa para la vida civil, la gente acaba aprendiendo que la violencia es un recurso válido, que “arreglar cuentas” es parte del orden natural y que matar “por honor” o tomarse la justicia por sus manos puede ser motivo de aplauso.
El estallido de esas expresiones no es solo un espejo de la tragedia individual, sino un retrato de un país donde falló la familia, falló la comunidad y falló, sobre todo, el Estado. Sin educación, sin prevención, sin espacios para tramitar el trauma y sin confianza en las instituciones, la sociedad queda a merced de sus pulsiones más duras. Y así, un homicidio cometido a plena luz del día en La Habana Vieja termina convertido en consigna, en aleccionamiento y en una peligrosa pedagogía de la violencia que se reproduce de generación en generación sin que ninguna estructura pública intervenga para romperla.
Sin embargo, en medio de ese coro que celebra la venganza, también hay voces que intentan poner distancia. Algunos señalan que ahora son dos familias destruidas: la del hombre asesinado hace años y la de quien, presuntamente, se convertirá en el nuevo reo, si es capturado. Otros apuntan al contexto mayor: mientras los cubanos se matan entre sí por viejas deudas, el Estado se mantiene ausente o poco visible en la prevención, la mediación y la protección de los barrios más vulnerables.
El caso deja al descubierto varias capas de la crisis de seguridad en Cuba. Por un lado, la sensación de que la justicia institucional es insuficiente, tardía o desigual, lo que abre espacio para que la “ley de la calle” se perciba como la única vía posible. Por otro, la naturalización de la violencia en el discurso cotidiano: un asesinato a machetazos en plena Habana Vieja se comenta en redes sociales como un asunto casi inevitable, una suerte de destino anunciado para quienes pertenecen al llamado “ambiente”.





