En Cienfuegos, Camagüey y otras provincias, la muerte ya no es solo un rito; es un pasillo saturado, un nicho compartido, un silencio oficial que pesa más que el mosquito que la trae. La cuenta avanza, y mientras tanto, nombres se suman a la lista sin que haya explicación oficial, solo fosas abiertas.
Por ahora, lo único seguro es que, cuando a esa niña le pregunten en la escuela en qué hospital nació, tendrá una respuesta digna de crónica: “Yo nací en una Yutong, en la carretera”. Y detrás de la anécdota quedará lo esencial: la destreza de un grupo de enfermeras, la cadena de manos que se tendieron en medio del pasillo y la certeza incómoda de que, en la Cuba de hoy, incluso un nacimiento puede convertirse en metáfora del país entero.
Mientras no existan datos oficiales ni auditorías transparentes sobre lo ocurrido, el nombre de Yaniela seguirá convertido en símbolo: el de una muerte joven que, según los testimonios, no fue inevitable, sino consecuencia de un sistema sanitario que hoy “no tiene nada”. Su despedida deja una lección amarga: en Cuba, para demasiadas familias, enfermar no es solo un riesgo clínico, sino una ruleta de escasez. Y contra eso no basta el heroísmo de los médicos; hacen falta insumos, protocolos, transporte, verdad y responsabilidades.
La testimoniante revela que el señor accidentado se encontraba en el peor estado posible, y pese a la urgencia de la situación, no había ni analgésicos para aliviar su dolor.