Más que un farsante aislado, Ignacio Jiménez aparece como heredero de una larga tradición cubana donde la promesa de futuro sustituye al presente inhabitable. El texto de Jorge de Armas no lo examina como causa, sino como síntoma: de un país entrenado durante décadas para vivir de la espera, donde la esperanza, antes proyecto y luego promesa de Estado, ha terminado funcionando como paliativo emocional que atraviesa clases, instituciones y discursos.
El sueño que el Apóstol quería construir “con todos y para el bien de todos”, se ha convertido en pesadilla rencorosa, dolorosa, más amarga que el peor vino de plátano que jamás imaginó.