En Sabanilla, barrio Los Mojados, en La Maya, Santiago de Cuba, una vecina describe la rutina de un hombre que, dice, “anda como si ná” por la cuadra donde vive su madre. El nombre no es cualquiera: Yordano Cordoví Kindelán, señalado como el presunto agresor de la joven Daichel Santiesteban Borrue en Güines, Mayabeque, un ataque con arma blanca del que ella salió con vida tras heridas en el cuello y otras zonas del cuerpo.
La denuncia vecinal hecha por el influencer y «comunicador del crimen», Niover Licea, apunta a que Yordano estaría refugiado en la casa materna, a salvo de la mirada oficial, mientras la comunidad —lejos de Güines, pero con la historia fresca— pide que se actúe antes de que la violencia vuelva a repetirse.
El caso de Güines está documentado: la víctima, de 26 años, sobrevivió; el agresor, de 35, quedó prófugo y familiares de la joven advirtieron sobre el riesgo de reincidencia.
No se trata de un rumor, sino de un expediente que ya expuso, con nombres y apellidos, lo que ocurrió en Mayabeque: una tentativa de feminicidio que pudo terminar en otra estadística fatal. Es, además, la clase de historia que revela las grietas de la protección a mujeres en riesgo: denuncias que viajan de muro en muro, alertas que dependen del eco comunitario y una captura que no llega.
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El testimonio de la vecina en Santiago, aun a riesgo de que el criminal escape, aporta los detalles necesarios para concluir que el trabajo de la mal llamada «quinta mejor policía del mundo», trabaja MUY MAL.
La casa de la madre como refugio, el barrio como hábitat, son lugares donde cualquier policía – la que va del uno al cuatro y del seis al infinito – tendría como foco de atención ante un hecho como este, pero la sensación de impunidad con la que muchos criminales viven en Cuba, se vuelve paisaje cotidiano cuando los días pasan sin que nada cambie, y cuando un fajo de billetes compra el silencio de varios.
Mientras, fuera del vecindario ignorante de lo sucedido, pues la TV ni la prensa oficialista contribuyen a nada, los internautas se prenden como un coro: mano dura, denuncia inmediata, “no enfrentarlo”, y la pregunta que se repite, casi calcada, en cada provincia donde aparece una historia como esta: ¿quién protege a la víctima si el agresor camina libre?





