La visita de la relatora especial de la ONU Alena Douhan terminó en La Habana con un mensaje directo a Washington: las sanciones estadounidenses contra Cuba deben ser levantadas
En Cuba, las crisis no sorprenden. Lo único que sorprende es que sus dirigentes sigan convencidos de que tienen derecho a administrarlas después de haberlas ignorado durante meses.
La pregunta seguirá ahí, incómoda, insistente: ¿Oxígeno o ayuda humanitaria? Quizás la respuesta no está en elegir una de las dos opciones, sino en desmontar la trampa que plantea. Cuando se trata de salvar vidas y reconstruir hogares, lo que importa no es quién sostiene la manguera de oxígeno, sino quién puede volver a respirar.
“Alejandro es el arquitecto de la Tarea Ordenamiento y del desastre económico reciente; tendrá que pagar por el daño hecho al pueblo cubano”, dijo su hermana María Victoria Gil.
La discusión es vieja, pero cada huracán la hace más cruel: cuando el calendario te recuerda que hay niños durmiendo sobre cemento, el purismo se vuelve un lujo en ambos lados del estrecho. Es un retorno al guion conocido: cuando la tragedia presiona, se invoca a la nación dispersa; cuando esa nación intenta actuar por su cuenta, se le recuerda que hay vías “correctas”. La urgencia y la verticalidad chocaron en el mismo camino de tierra, con el barro todavía fresco.
La proliferación del “químico” ha sido documentada con videos y testimonios que muestran a adolescentes y jóvenes cayendo en plena vía pública, con signos de intoxicación aguda. En la Isla, organizaciones y medios independientes advierten de un fenómeno en expansión, con consumo que baja la edad de inicio y familias que, entre la vergüenza y el miedo, demoran en pedir ayuda. La evidencia audiovisual y los relatos de barrio han puesto el tema en la agenda pública, más allá de campañas episódicas.
La protagonista, la española Ana Hurtado —activista afín al régimen, autodefinida durante años como “actriz y periodista”— contó que quiso pagar toda la cuenta por Transfermóvil, pero le exigieron mitad en efectivo y mitad por transferencia. Como no llevaba cash, se quedó sin cenar.
Un post, una pregunta y la magia de las redes sociales hicieron el resto: la bella aeromoza de Cubana tenía nombre, voz y recuerdos que compartir. Se llama Marilyn Palomino, tenía 20 años cuando posó para aquella foto en un Tu-154, y dedicó tres décadas a la aviación. El hilo no solo la identificó: la devolvió, por un rato, a la pasarela del pasillo, a los saludos de bienvenida, al rumor del fuselaje y a la precisión de un oficio que —a juzgar por la respuesta— dejó huella en todos.
Fuera de la anécdota puntual, el episodio suma a una lista reciente de figuras públicas que retiran publicaciones por hostigamiento, y reabre la pregunta por los límites de la conversación digital: hasta dónde moderar, cuándo borrar y si es posible mantener un espacio “seguro” en plataformas que privilegian el engagement por encima del bienestar de sus usuarios.
En síntesis, los datos verificados a esta hora dibujan una cadena de efectos: un instante viral en un estadio, dos dimisiones en una empresa tecnológica en crecimiento y un divorcio que se ventila en un tribunal de New Hampshire. A falta de nuevas comunicaciones de las partes, el expediente judicial marcará los próximos hitos, mientras Astronomer intenta pasar página con una dirección interina que reconoce el ruido mediático, pero defiende que el negocio siguió operando con normalidad.
Detrás del video viral hay un dato simple: la dignidad no compite con la seguridad. Puedes salvar la cara y perder la vida; puedes “ganar” un hueco y perder una póliza, el trabajo o la libertad si hieres a alguien. Y para los que miran el clip y concluyen “ese es cubano”: el mismo día un “americano” le cruzó el auto a alguien en Kendall; un “francés” se bajó a gritar en la 826; un “noruego” dejó pasar a dos carros con un gesto amable. La etiqueta explica poco. El comportamiento, todo.
La historia a veces no deja lecciones. Otras veces las lanza en voz alta. Como cuando un grupo de migrantes punjabíes, famélicos y derrotados, llega al puerto de Liverpool para pedir que los dejen volver a casa. Cuba no era el lugar. Y no porque les faltara el sueño, sino porque ya otros lo habían soñado y despertado a tiempo.