Raúl Torres, trovador venido a menos y reciclado en diputado a la Asamblea Nacional, nunca castigado por aquella defensa con «el bagre erecto contra las madres» a favor del trovador acusado de abusos sexuales, Fernando Bécquer, acaba de hacer lo que mejor sabe hacer: llegar tarde, levantar la voz solo cuando el peligro ha pasado y colocar su guitarra al servicio del poder, afinada con el diapasón del oportunismo.
Esta vez lo ha hecho defendiendo públicamente a Marta Elena Feitó Cabrera, la ahora exministra de Trabajo y Seguridad Social, después de su destitución por las repudiadas declaraciones en las que, desde la tribuna parlamentaria, afirmó que en Cuba «no hay mendigos», sino personas que voluntariamente buscan en la basura como parte de una economía informal. Y lo hizo desde Facebook.
Horas antes, en el cónclave, Raúl Torres aplaudió. Como todos. Como los 470. Como si acabaran de entregar una condecoración y no de lanzar al éter una de las frases más insensibles de la era posrevolucionaria.
Aplaudió, y no dijo ni una palabra mientras el discurso se desarrollaba. No se escandalizó, no pidió el micrófono, no hizo un post en tiempo real, ni publicó un verso que dijera “Martica, esto no se hace”.
Solo cuando Díaz-Canel asomó la cabeza, cuando la ministra estaba siendo empujada, no «por la mafia de Miami», sino por la indignación nacional a presentar su renuncia, cuando el árbol ya estaba prácticamente derribado, entonces Raúl Torres apareció, piadoso, compungido, y publicó un panfleto supuestamente analítico donde nos explica —a nosotros, los pobres mortales que denunciamos libremente, sin restricciones de datos por parte de una compañía telefónica, y sin miedo a que lo que digamos en Facebook nos pueda servir como prueba para diez años de cárcel— que todo fue un linchamiento digital orquestado desde Miami, la CIA y los youtubers de la USAID.
«¡Permítame sonreírme, Señor Juez! Jajajaja».
Aquí es donde comienza el problema. No con el gesto tardío —que ya es una marca de fábrica de todas estas personas afines al régimen—, sino con el modo en que mueve el discurso a zonas donde se sienten cómodos, protegidos, en el mismo carril de siempre: el exilio, los congresistas anticubanos, las redes sociales, los influencers youtuberos.
Lo que hace Torres no es nuevo y ni siquiera lo inventó él: cuando no se puede defender lo indefendible, cuando no se quiere o puede reconocer las deficiencias internas, se cambia el terreno de juego, se busca un chivo expiatorio, se activa la alarma del enemigo externo. Así, en vez de analizar críticamente las palabras de la ministra, Raúl construye una narrativa paralela donde la verdadera víctima no es la sociedad cubana, sino ella. “Martica”, la ministra impoluta, luchadora, madre política de comunidades vulnerables, devorada por los lobos digitales que descubrieron, oh pecado divino, que tiene dos hijos viviendo fuera del país, garantizándole su buena alimentación.
Según su texto, los que criticaron a Feitó no lo hicieron porque dijera barbaridades en televisión nacional, sino porque están financiados por la USAID. Raúl Torres llega a repetir, sin sonrojarse, que hay “youtubers financiados por la USAID que pagan a cubanos para que rebusquen en basureros ante cámaras”, para construir una imagen manipulada de pobreza. Es decir: los pobres son actores, la miseria es un montaje, y las imágenes que inundan las redes —de ancianos pidiendo jabón o mujeres cocinando arroz con agua de fregar— son parte de una coreografía imperial. Un poco más y hubiese dicho que, los fotógrafos les pagan a esos mendigos para que hurguen en la basura.
Lo curioso, es que al decir todas estas cosas, él mismo, sin pretenderlo siquiera, sin saberlo, porque sabemos lo limitado que es Raúl Torres para hacer este tipo de análisis sociolingüistico,
Así, el trovador se acomoda en su cojín de perro faldero de la dictadura, repitiendo el guion que baja desde los núcleos duros del poder. Con un lenguaje lleno de épica reciclada, defiende lo indefendible sin siquiera hacerse la pregunta de fondo: ¿y si la ministra simplemente dijo lo que piensa la clase dirigente? ¿Y si la frase, lejos de ser un error de forma, fue una revelación del desprecio estructural hacia la pobreza que la revolución ya no puede ni quiere ocultar?
Raúl evita hacerse esas preguntas porque duelen, porque exigen compromiso, porque rompen la comodidad de la narrativa oficial. Prefiere hablar del “Observatorio de Medios y Luchas Sociales de América Latina”, un ente fantasma que nadie ha visto ayudar en un barrio, para acusar a “la maquinaria mediática imperialista” de fabricar tormentas. Se ampara en estadísticas infladas, planes estatales que nadie ha visto aplicados, y centros de protección donde, por alguna extraña razón, ningún periodista estatal ha filmado a los 3.700 acogidos que menciona.
Con la soltura de un tecnócrata del verso, Raúl cita cifras, tablas, porcentajes. Habla de un 15% de incremento en las pensiones —que siguen siendo de miseria— y de miles de barrios mapeados, como si mapear fuera sinónimo de haber resuelto algo. Habla de logros invisibles mientras la realidad cubana se cuela por los ojos: colas de seis horas, gente revisando cubos, madres dando el desayuno con pan sin nada.
La basura no huele cuando la recoge el trovador
Cuando Marta Elena Feitó dijo que en Cuba no había mendigos, muchos pensaron —con razón— que se trataba de una declaración tan desvergonzada como ofensiva. No solo por el descaro de negar lo evidente, sino por el desprecio contenido en la frase. Pero ahora, días después, con la ministra ya fuera del cargo y su nombre archivado como “error de comunicación revolucionaria”, Raúl Torres, trovador, diputado y poeta del sistema, ha salido a defenderla con un texto que, lejos de matizar la barbaridad, la prolonga con una envoltura más cursi y menos honesta.
Porque lo que ha dicho Raúl —sin que él mismo lo entienda— es exactamente lo mismo que dijo la ministra, solo que más largo, más meloso, y con un poco de teoría de la conspiración para que suene más combativo. Según su apología, la indignación que causaron las palabras de Feitó no tiene nada que ver con la pobreza real, ni con el abandono, ni con el dolor de la gente. No. Todo es culpa del “linchamiento digital” promovido por “la maquinaria mediática imperialista” y por “youtubers financiados por la USAID que pagan a cubanos para que rebusquen en basureros ante cámaras”.
¿Te suena eso?
Claro que sí. Es la misma idea, con otro sombrero. Si la ministra dijo que los que hurgan en la basura lo hacen “voluntariamente”, porque son “parte del reciclaje informal”, Raúl va un paso más allá y sugiere que además son parte de un casting internacional. Que les pagan para hacer bulto, para montar la escena. Que la señora que revuelve un contenedor no lo hace porque no tenga qué comer, sino porque un youtuber le ofreció unos pesos para manchar la imagen de la patria.
No hay forma de maquillar esto: Raúl no está defendiendo a Feitó, está repitiéndola. Está multiplicando su discurso, usando las mismas premisas: negar la pobreza, minimizar la miseria, y culpar a otros por mostrarla. Un poco más y habría dicho que los fotógrafos les pagan a esos ancianos para que pongan cara triste; que la muchacha que limpia parabrisas frente al túnel de Línea es una actriz venezolana infiltrada, que el arroz con agua de fregar es una metáfora diseñada por la CIA.
Lo peor es que lo dice con el tono del que se cree profundamente humano. Habla de “Martica” con ternura paternal, menciona cifras infladas sobre barrios atendidos y centros de protección, pero jamás —ni él ni la ministra— menciona la dignidad. Ni una línea sobre qué pasa con quienes no entran en su Excel. ¿Dónde están los que no aparecen en sus estadísticas? ¿Qué hacemos con los rostros de la miseria que no caben en su narrativa de revolución?
Lo que demuestra el trovador, con su panfleto disfrazado de elegía, es que la elite política e intelectual oficialista cubana ha perdido la capacidad de empatizar con el pueblo llano. No es solo que nieguen la pobreza, es que ya no la entienden. La miran desde lejos, la explican con teorías, la reducen a “errores de forma” y la ensucian con argumentos envenenados que responsabilizan a quien la padece de ser una pieza de propaganda enemiga.
En su defensa de Feitó, Raúl Torres se delata más de lo que defiende. Deja claro que lo suyo no es indignación por el trato injusto a una funcionaria, sino un reflejo de clase: no soporta que la pobreza se muestre porque lo hace quedar mal a él y a los suyos. Le molesta que el mundo vea lo que se vive en Centro Habana, en Marianao, en Arroyo Naranjo. Le irrita que la gente filme, publique, denuncie. Porque al final, aunque toque en plazas, aunque escriba sobre Martí y componga para Fidel, Raúl Torres no pisa la calle de los que rebuscan en la basura. Le repugnan. Le avergüenzan. Y por eso necesita convencerse de que no son reales.
Esta defensa ensalivada no es más que la expresión emocional de una estrategia política: negar lo evidente, desacreditar al mensajero, construir la miseria como montaje. Pero la pobreza no necesita producción audiovisual. Basta con salir a la calle a las seis de la tarde y mirar. Basta con vivir, no en Siboney, sino en cualquier cuadra del país real. Que lo diga una ministra en el parlamento es grave. Que lo repita un trovador que se pretende voz del pueblo es imperdonable.
Así que, querido Raúl, si crees que la Revolución está siendo atacada por gente que filma la pobreza, tienes dos opciones: aceptar que el país duele, o seguir componiendo himnos para un país de utilería. Pero, eso sí, si vas a escribir sobre mendigos contratados, hazlo después de ir a un basurero sin cámara y sin custodia. Pregunta. Escucha. Huele. Y luego escribe. Porque hasta ahora, la basura no huele desde donde tú compones. Pero sí desde donde la mayoría vive.
¿Alguien ha visto alguna vez a Raúl Torres ayudando a un pobre?
Pero lo más ofensivo no es que mienta, sino que patronee desde la tribuna de los que nunca han tenido hambre. Raúl Torres no ha trabajado un solo día en un comedor social, no ha repartido bolsas de ayuda, no ha asistido a una comunidad vulnerada. No hay constancia de que se haya involucrado jamás en un proyecto humanitario. Es un hombre blindado en su narrativa épica, ajeno al dolor de la gente común, y que solo asoma la cabeza para leer el parte del día: a quién toca hoy defender o atacar.
El trovador es reflejo de un tipo de militante que la Cuba actual fabrica en serie: obediente, versátil en la retórica, incapaz de disentir hasta que es seguro hacerlo. Un diputado que nunca interrumpe, pero siempre canta. Un revolucionario de redes, que acompaña a los poderosos hasta el borde del abismo y, una vez que caen, les escribe elegías para exculparlos.
La pregunta es: ¿cuánto más va a durar esta hipocresía de salón? ¿Hasta cuándo se va a permitir que los mismos que aplauden lo indecente nos vendan después la historia del malentendido? ¿Hasta cuándo los poetas del oportunismo van a seguir dictando qué es patriotismo y qué no, sin haberse ensuciado nunca las manos con la pobreza real?
Raúl, si estás leyendo esto —o si alguien te lo resume en voz alta—, quédate con esta idea: no es tu defensa lo que irrita, sino tu cobardía política. Porque no hablaste cuando había que hablar. Porque preferiste el cálculo al coraje. Porque elegiste peinarte en público después de haberte hecho papelillos en privado.
Mientras tú cantas, desafinado, elegías para ministros caídos, y necrotrovas a cada rato, hay niños en Cuba que no saben qué van a cenar esta noche, viejos que venden una frazada para comprar un huevo, madres que lloran frente a una farmacia vacía. Eso no es narrativa imperial: es realidad. Y aunque te dé miedo mirarla de frente, va a seguir ahí cuando se acabe esta canción.
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