Joven en Santiago de Cuba encuentra a su antiguo profesor de Química durmiendo en las calles

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La imagen golpeó a todo el que la vio: un joven de Santiago de Cuba reconoció, entre cartones y una mochila abrazada al pecho, a quien fue su profesor de Química en el preuniversitario.

Ocurrió pasada la medianoche, cuando el activista y exalumno Yasser Sosa Tamayo halló a “Manuel”, de 79 años, durmiendo en el pasillo de una peluquería. Sin familia cercana, con hambre y a la espera de cobrar una pensión exigua al día siguiente, el anciano aceptó comida y algo de dinero que el joven le ofreció para sobrellevar la noche.

El relato, publicado por Sosa en redes sociales, se viralizó y avivó un debate doloroso: la vejez en Cuba, especialmente la de quienes formaron generaciones, se ha vuelto sinónimo de abandono. Según la reconstrucción del exalumno, el maestro perdió a su esposa e hijo en un accidente y desde entonces ha ido de un sitio a otro, sin hogar.

El encuentro no solo removió una memoria afectiva —la de un educador querido—, sino que expuso una realidad extendida: jubilados que sobreviven con pensiones que no alcanzan para una canasta básica, durmiendo en portales o recurriendo a la caridad de desconocidos. Varios medios independientes cubanos recogieron la historia y subrayaron el símbolo que encarna: un docente que enseñó principios científicos hoy reducido a pelear el día a día en la calle.

El caso desató indignación y solidaridad. Decenas de comentarios exigieron atención institucional y redes de apoyo comunitario. “Hoy lo vimos nosotros… mañana puede ser cualquiera”, escribió Sosa al difundir las imágenes, un llamado a no naturalizar la precariedad de los mayores. Esa preocupación no es aislada: reportes periodísticos han mostrado a otros profesores y profesionales jubilados vendiendo artículos en la vía pública o recolectando envases para subsistir, reflejo de una red de protección insuficiente y de asilos estatales saturados o en malas condiciones.

En contraste, hay historias que prueban que la memoria agradecida y la organización ciudadana pueden cambiar destinos. En 2024, exalumnos del Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas de Ciego de Ávila se movilizaron para su antiguo profesor de Física, Fermín Évora: recaudaron cerca de 5.000 dólares y le compraron una vivienda modesta, gesto que coronaron con la firma de la propiedad ante notaría. La campaña, articulada por egresados dentro y fuera de Cuba, fue celebrada como un reencuentro generacional que dignificó a un educador clave en sus vidas.

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También en Ciego de Ávila, a finales de ese mismo año, una maestra de preescolar identificada como Evelyn recibió las llaves y la titularidad de una casa nueva para ella y su madre encamada, después de que activistas y decenas de donantes reunieran fondos y gestionaran la compra. El caso mostró que, aun en medio de la crisis, redes solidarias pueden suplir —aunque sea puntualmente— carencias estructurales y devolver seguridad y techo a quienes entregaron décadas de servicio público.

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Más allá del gesto solidario puntual, la escena interpela políticas. Mientras el discurso oficial destaca ajustes a pensiones y programas para “vulnerables”, los testimonios en terreno describen un descalce profundo entre los costos reales de vida y los ingresos de jubilación. En ese hueco, historias como la de Manuel se multiplican: educadores, médicos, artistas y obreros que entregaron su vida laboral al país y hoy carecen de un mínimo de seguridad material y acompañamiento.

El activista, conmovido por lo sucedido, decidió ir más allá. En el día de ayer volvió a la calle y repartió entre varios deambulantes comida. Y no solo eso: también se sentó entre ellos, en el suelo, como uno más.

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