La imagen es dura porque no es deportiva, sino humana: Braudilio Vinent, leyenda de las Avispas de Santiago de Cuba y uno de los mejores lanzadores que pasó por los montículos de la Isla, reconoce frente a la cámara que se siente olvidado.
La imagen es dura y no corresponde para nada con la imagen del Braudilio Vinent sobre el montículo; ni con la de Vinent contento tras cada víctoria. No es siquiera la imagen de un Vinent, ya retirado, que viajó de Tampa a Miami al lado de Yasser Porto en el asiento trasero de un auto, con el autor de este artículo al volante.
En un video difundido por Dporto Sports Media, el expitcher, conocido como El Meteoro de La Maya, pide poco y dice mucho: no está pidiendo limosna, no va a vender sus medallas, pero quiere que lo tengan presente. “Si me muero, me muero de sentimiento”, suelta, con una mezcla de dignidad y cansancio que desarma.
El clip —anunciado como una entrevista para el espacio Recta al Pecho— ha detonado un coro de reacciones que va desde el homenaje sentido hasta el reproche ideológico.
Varios aficionados, sobre todo de Santiago de Cuba, recuerdan la emoción de verlo dominar con autoridad en series nacionales e internacionales. Para ellos, Vinent encarna una época en la que el béisbol congregaba a la nación; piden salud, respeto y atención para una gloria viva que dio alegrías a generaciones enteras. “Usted no pide limosna: usted es grande y se lo merece”, comenta un seguidor, sintetizando un sentimiento extendido.
Pero la conversación no se queda en la nostalgia. En paralelo, hay un grupo de voces que le pasa factura política al ídolo: señalan que, durante su carrera, defendió con orgullo al sistema y hoy padece la misma desatención que ese sistema suele dispensar a sus viejas glorias. “Todos somos responsables de nuestras decisiones”, escriben algunos, con dureza. Otros matizan: en sus años de esplendor, los atletas recibían privilegios, pero siempre dependieron de una estructura estatal que usaba su imagen; cuando el rendimiento se apaga, también se apaga el interés oficial.
Lo cierto es que el video reabre una herida conocida: la distancia entre el discurso de reverencia a las “glorias deportivas” y la realidad cotidiana de quienes ya no visten el uniforme. Varias experiencias relatadas en los comentarios dibujan un patrón: carreras deslumbrantes, retiros discretos, economías frágiles, problemas de salud y un acompañamiento institucional que llega tarde o no llega. No es un caso aislado, insisten; es el síntoma de una deuda acumulada con los atletas que sostuvieron el relato de excelencia del deporte cubano.
En torno a Vinent, además, aparecen dos lecturas contrapuestas de su presente. Hay quienes aseguran que en Santiago de Cuba sí ha recibido apoyo en comparación con otros exatletas, y que su situación también pasa por temas familiares y por un deterioro emocional comprensible en la vejez. Otros sostienen lo contrario y denuncian abandono. El propio testimonio del exlanzador se ubica más cerca del segundo grupo: no pide dinero, pide reconocimiento, cercanía, una llamada que confirme que no fue desechable.
El debate, por tanto, va más allá del caso personal y se mueve en tres planos.
Primero, el humanitario: ningún símbolo nacional debería estar rogando atención; la sola duda de que una leyenda deportiva viva en precariedad debería activar protocolos transparentes de ayuda médica y social, con nombres y apellidos y sin propaganda. Segundo, el institucional: el país necesita una política clara, verificable y evaluada públicamente para el acompañamiento integral de sus exdeportistas, que incluya salud mental, pensiones dignas, vivienda y oportunidades laborales reales tras el retiro. Tercero, el cultural: glorificar al atleta en su pico y olvidarlo cuando ya no rinde es una trampa que empobrece al deporte y manda un mensaje devastador a los jóvenes talentos.
Los comentarios también dejan una lección generacional. Varios usuarios advierten a los prospectos: “miren este espejo”. Si el futuro que ofrece el sistema a sus ídolos es la invisibilidad, la consecuencia lógica es la fuga de talento y la desafección. La propia narrativa de Vinent —principios que no se venden, medallas que no se empeñan— añade otra capa: la dignidad no paga medicinas ni comida, pero sí exige respeto. Y el respeto, en política pública, se mide con hechos.
Vinent, el de la recta que parecía partir el aire – y que también es el Vinent que iba roncando en el asiento de atrás del auto – hoy lanza otra clase de bola: una apelación a la memoria y a la responsabilidad colectiva. Su nombre, asociado a tardes de estadio lleno y a triunfos que marcaron época, regresa a la agenda no por una estadística, sino por un reclamo básico: no lo olviden. El Meteoro se apaga, dicen algunos con tristeza; otros prefieren creer que aún queda luz si la sociedad —y el Estado que siempre lo usó como emblema— se deciden a hacer lo que corresponde.
Que la entrevista anunciada no sea su último testimonio, sino el punto de inflexión para corregir a tiempo. Nadie está pidiendo que se reescriba la historia: basta con estar a la altura de ella. Porque detrás de cada medalla colgada en una pared hay una vida real, y no hay título que valga si, cuando llega el silencio, esa vida queda sola.



















