La calma aparente que muestran los partes oficiales contrasta con las imágenes que circularon desde Gibara, en la provincia de Holguín, tras un apagón de 24 horas. Allí, el sábado en la noche, decenas de vecinos golpearon cazuelas, lanzaron consignas y salieron a la calle exigiendo algo tan básico como electricidad.
La dimensión humana aparece en el relato de una anciana difundido por el periodista Mario J. Pentón. Sin ventilador por falta de electricidad, encerrada por miedo a los mosquitos a los que es alérgica, confesó que el apagón se convierte en calvario cotidiano. Y dejó una sentencia que impacta: “Es momento de salir para la calle, como en Nepal”. La referencia internacional sugiere un eco de revueltas sociales y demuestra cómo el malestar local se alimenta de un imaginario global.
El medio oficial Gibaravisión, único en abordar lo ocurrido desde la propia localidad, optó por minimizar. Habló de un “diálogo basado en la empatía y el respeto” entre autoridades y pobladores del Güirito. Según su versión, las “interrogantes” fueron respondidas y la gente volvió a sus casas. Acto seguido, aseguró que “la villa blanca permanece en calma y con su habitual tranquilidad”.
En paralelo, el medio acusó de “manipulación” a quienes divulgaron los videos en redes sociales y pidió confiar solo en “fuentes confiables”. Ese guion ya ha sido escuchado en protestas anteriores: reducción del hecho a un intercambio pacífico y condena a la “politización” digital.
El contexto explica la reacción popular. Desde el miércoles colapsó el Sistema Eléctrico Nacional. Aunque las autoridades celebraron una “recuperación” casi inmediata, la realidad ha sido distinta: apagones extendidos, servicios inestables, refrigeradores llenos de comida echada a perder, consultas médicas suspendidas y escuelas sin clases. El sector no estatal, vital para el sustento de miles, cerró puertas o recortó horarios, con pérdidas que agravan la crisis. En paralelo, la crispación ciudadana se multiplica y las cacerolas marcan el pulso de la inconformidad.
No es un episodio aislado. En agosto, vecinos de Cajimaya, en Mayarí, protestaron por la falta de agua y alimentos. La policía detuvo a varios. En junio, Guanabacoa vivió un escenario más violento: apagón y escasez de agua desataron un incendio y terminaron con una decena de detenidos. La secuencia es clara: distintas comunidades, mismo detonante -la precariedad de los servicios-, idéntica respuesta ciudadana. Entretanto, el gobierno insiste en la narrativa del diálogo y la calma, pero cada apagón prolongado parece reavivar un ciclo de protestas.
Lo ocurrido en Gibara muestra que la paciencia popular tiene límites. Y que, en un país donde la electricidad es el pulso de la vida diaria, la falta de corriente no solo oscurece calles, también ilumina la protesta.





