El pueblo levanta al pueblo. La frase, tantas veces usada como consuelo, en Cuba se ha vuelto descripción literal de estos días.
Cuando el agua de Melissa arrasó con casas, caminos y cosechas en el oriente, la primera respuesta no llegó en caravanas oficiales ni en conferencias de prensa: llegó en motos que hacían de ambulancia, en bicitaxis que se volvieron ómnibus de evacuación.
Llegó en ollas colectivas, en generadores prestados que devolvían la dignidad de encender una bombilla o refrigerar una insulina. Llegó en la obstinación del que no tiene mucho pero reparte lo poco.
Mientras el discurso administrativo prometía que nadie quedaría desamparado – esto lo vengo escuchando desde el Ike, Lilly, Ian… ad infinitum -, empezaron a moverse redes sin protocolo. Iglesias que conocen a su feligresía por nombre y dirección repartieron donaciones sin intermediarios, no porque desafiaran a nadie, sino porque el hambre y la intemperie no admiten trámites.
Desde barrios de Holguín hasta pueblos de Granma, los pastores, las catequistas y los voluntarios de Cáritas y otras congregaciones se convirtieron en puente. La Cruz Roja Internacional desembarcó con lo suyo; España, India y Colombia anunciaron cargamentos; en Miami y Madrid se apilaron sacos y cajas.
La escena, sin embargo, no fue limpia. Religiosos y activistas denunciaron “puntos de control” que retenían o demoraban la entrada de ayuda al oriente. En paralelo, el gobierno agradeció la solidaridad internacional y subrayó que toda distribución debía pasar por sus autoridades.
Ya comenzó, además, por si fuera poco, la conocida guerra de narrativas: a quién darle, por dónde entrar, si la Iglesia es canal confiable o extensión del control.
Algunos reclamaban que todo fuera gestionado por opositores y otros insistían en no politizar el paquete de arroz. Sin embargo, cuando Estados Unidos anunció millones para el Caribe y una partida específica para Cuba a través de la Iglesia, los portavoces oficialistas lo “agradecieron”, aunque al mismo tiempo advertían que el reparto debía pasar por sus manos. Mientras tanto, el exilio más duro denunciaba que cualquier vía que no fuera la oposición legitimaba al poder.
La discusión es vieja, pero cada huracán la hace más cruel: cuando el calendario te recuerda que hay niños durmiendo sobre cemento, el purismo se vuelve un lujo en ambos lados del estrecho. Es un retorno al guion conocido: cuando la tragedia presiona, se invoca a la nación dispersa; cuando esa nación intenta actuar por su cuenta, se le recuerda que hay vías “correctas”. La urgencia y la verticalidad chocaron en el mismo camino de tierra, con el barro todavía fresco y gente durmiendo sobre la tierra húmeda, picado por mosquitos.
Entre tanto ruido, lo único estable fue la voluntad de enviar y la certeza de que en el trayecto podía perderse tanto como se había reunido.
La memoria reciente de otros desastres –el tornado, el Saratoga, los derrumbes– volvió también como manual práctico: entrar por la ruta que no vigilan, repartir sin armar bulla, evitar fotos que delaten al receptor. En Cuba, ayudar también se aprende a escondidas.
En medio de la devastación, también se filtró la mezquindad. Hubo quien se burló de la mujer que, agradecida de pie junto a un saco de arroz, repitió consignas que tal vez son lo único que ha escuchado durante décadas. Con todo, la imagen que queda es la de una sociedad que se rehace sola, a contracorriente de su propio Estado. No porque desprecie lo público, sino porque lo público la desprecia a ella cuando intenta organizarse sin obedecer.
Los partes oficiales hablan de recuperación; la gente, mientras tanto, improvisa rutina en la penumbra. Duerme bajo el primer techo o lona que encuentra.
El pueblo levanta al pueblo porque nadie más lo va a hacer. Lo hace con la torpeza de lo urgente y la claridad de lo necesario. Lo hace sabiendo que en algún punto la ayuda será interpelada, contada, retenida, exhibida. Lo hace de todas formas. Y en ese gesto, repetido casa por casa, iglesia por iglesia, puente por puente, se dibuja una respuesta que no cabe en un parte del mediodía: la certeza de que la supervivencia en Cuba es, desde hace tiempo, una obra colectiva que no firma el poder.





