“¿Tú eres mi mamá?”: reencuentro en el aeropuerto de La Habana resume el drama de miles de familias cubanas

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La escena dura apenas unos segundos, pero dice demasiado: en el aeropuerto de La Habana, un niño corre hacia una mujer que lo espera con los brazos abiertos. Ella intenta abrazarlo; él, con una mezcla de timidez y desconcierto, suelta una pregunta que rompe el alma: “¿Tú eres mi mamá?”. Cuatro años sin verse —contó quien grabó el momento— separaciones, llamadas a destiempo y la promesa de volver a estar juntos. El video, compartido por la página Mi Lugar Miami, acumula reacciones, lágrimas digitales y un rosario de testimonios de otros que han vivido lo mismo.

La historia, sin embargo, por común que resulta en ocasiones, es conocida en toda la isla: madres y padres que emigran primero, dejan a sus hijos al cuidado de abuelos, tías o vecinos de confianza, levantan un colchón económico, consiguen trabajo, papeles, techo… y entonces intentan el reencuentro.

Es una maratón emocional y burocrática. Mientras tanto, la vida corre en paralelo: los pequeños crecen, cambian los dientes, aprenden canciones nuevas, olvidan caras antiguas.

En los comentarios del video, algunos preguntan por qué no hicieron videollamadas; muchos responden con la crudeza de lo cotidiano: en Cuba, entre apagones, datos caros y horarios imposibles, la comunicación es a veces un lujo. Otros, sin embargo, responden con lo evidente:

“No es lo mismo la cámara que en vivo”, escribió una usuaria, tratando de explicar por qué un niño podría no reconocer de inmediato a su madre.

También aparece, una y otra vez, el mismo señalamiento: la separación no es solo una decisión individual, es una consecuencia directa de un país que expulsó a sus gente.

“Obra de la revolución”, escribió alguien; “lo que nos hizo este gobierno perverso no tiene perdón”, apuntó otra persona. La lista de causas que mencionan —salarios que no alcanzan, colapso de servicios básicos, apagones interminables, trámites imposibles— forma el telón de fondo de una diáspora que primero desarma hogares y luego intenta volver a armarlos en otro terreno.

Esa crítica al régimen no es marginal, es el coro: lectores que recuerdan que emigrar “con los niños” rara vez es opción en una economía sin futuro; que para evitarles rutas peligrosas, padres y madres se van solos, aguardan una residencia o un parole y, mientras tanto, crían “a distancia”. Por eso el abrazo en el aeropuerto es leído también como una victoria frente al sistema: un desmentido íntimo a la narrativa oficial de “continuidad”. Cada reencuentro es, en ese sentido, la prueba viva de que la política que separó a los suyos no logró romperlos para siempre.

El video desata además un coro de sentimientos encontrados: hay quien no se imagina dejar a un hijo “ni un día”, y hay quien recuerda que, en la práctica, migrar con niños pequeños es, muchas veces, imposible. La realidad cubana ha normalizado la figura del “niño de la libreta en casa ajena”: menores criados por la familia extendida mientras sus padres empujan desde la distancia, con remesas y promesas. No es falta de amor; es una estrategia de supervivencia.

Sin embargo, en casos así, la factura emocional SIEMPRE existe: ansiedad de separación, vínculos que deben rearmarse, culpas soterradas, memorias que se congelan y luego necesitan descongelarse con paciencia.

También hay algo colectivo en ese abrazo. Los comentarios bajo el video son un espejo de país: “Solo los cubanos sabemos lo que estamos viviendo”,Lo que han hecho estas separaciones”, “Qué sacrificio, pero feliz final”. Aparecen, claro, las críticas a la madre, porque los internautas no pueden dejar de ser haters en ocasiones —“cuatro años sin ver a un hijo”— y aparecen también los matices: familias que explican que esperaron una residencia, un parole, un permiso; que ahorraron; que quisieron evitar a los pequeños el tránsito irregular y las noches en frontera. Entre los extremos, queda la zona gris donde de verdad se vive.

Quizá por eso el momento es tan poderoso. No es un reencuentro perfecto: es real. Y lo real, en la Cuba de hoy, viene con parches. Aun así, hay algo invencible en la ternura con que esa madre responde a la pregunta más dura que puede recibir: se agacha, lo mira a los ojos, y lo abraza como si el tiempo —por fin— se hubiera rendido. Y rompe a llorar.

Afuera del encuadre quedarán papeles por completar, colegios nuevos, horarios de trabajo, cuentas por pagar. Pero por un instante, en una terminal de vuelos, la historia cambia de signo: el niño y su madre se vuelven a encontrar. Y el país entero, disperso por el mapa, reconoce ese gesto y lo siente propio.

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