Mientras millones de cubanos enfrentaban restricciones migratorias, apagones y desabastecimiento, la nieta del general Raúl Castro cruzaba los cielos rumbo a Nueva York con pasaporte diplomático en mano y todos los gastos pagados, informó Martí Noticias en un nuevo reportaje basado en documentación federal filtrada.
Vilma Rodríguez Castro, protegida por el aparato del Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX), participó entre 2012 y 2016 en múltiples viajes a Estados Unidos bajo el pretexto de actividades culturales. Las recientes filtraciones de documentos oficiales han reabierto el debate sobre los privilegios de sangre en la isla y el doble discurso del régimen ante sus ciudadanos.
Desde los años duros del Período Especial hasta las protestas del 11 de julio de 2021, los cubanos han vivido el costo de un sistema diseñado para sostener a una élite. Esa misma élite, sin embargo, ha gozado de prerrogativas que desdibujan cualquier noción de igualdad revolucionaria. Nada nuevo.
El caso de Vilma Rodríguez Castro no es único, pero su dimensión simbólica cobra fuerza tras la filtración de archivos diplomáticos que documentan al menos cinco viajes suyos a EE. UU. entre 2012 y 2016, todos avalados por el MINREX y con respaldo financiero de fundaciones como The Shelley & Donald Rubin Foundation y el Cuban Artists Fund.
La narrativa oficial los calificó como “viajes culturales”, una fórmula habitual para justificar desplazamientos de figuras cercanas al poder. Según revelan los documentos, Vilma viajaba no solo con protección diplomática, sino con su hijo menor, también beneficiado con pasaporte oficial.
Este uso discrecional de las credenciales del Estado es parte de una práctica estructural que, como indicó a MN el investigador Miguel Cossío, convierte la diplomacia en escudo de clase: “No se trata de seguridad nacional, sino de blindar el privilegio”. El detalle revelador: ni el Departamento de Estado estadounidense ni las organizaciones anfitrionas han ofrecido explicaciones claras.
Rodríguez Castro no es una figura pública en el sentido estricto, pero su estatus se ha hecho evidente en otras esferas. En Miramar, uno de los repartos más exclusivos de La Habana, administra a través de Airbnb una mansión de lujo con renta de 650 dólares por noche. La propiedad, hoy incluida en la lista negra del Departamento de Estado, refleja la creciente hibridación entre poder político y economía informal de alto nivel.
A pesar de las sanciones impuestas a sus padres, ella y su hermano -conocido como “el Cangrejo” y heredero del aparato militar-empresarial fundado por su padre, el general Rodríguez López-Callejas- no figuran en ninguna lista de penalidades estadounidenses.
La omisión no es casual. Si bien EE. UU. ha endurecido sus medidas contra funcionarios cubanos bajo la administración Trump, la inmunidad tácita de los descendientes más jóvenes sugiere una lógica diplomática distinta. Mientras se castiga a quienes operan abiertamente dentro del sistema represivo, los herederos indirectos del poder siguen accediendo a visas, becas y redes de legitimación en el exterior.
El caso de Arles del Río, esposo de Vilma y beneficiario de becas artísticas en Vermont y Nueva York, lo confirma: su galería en el Vedado, facilitada por el propio Estado, es también una vitrina de los vínculos entre arte y poder en la Cuba actual.
Las implicaciones van más allá del escándalo personal. Lo que reflejan estos episodios es la consolidación de una clase hereditaria que opera tanto dentro como fuera del sistema formal, esquivando sanciones, acumulando bienes y tejiendo redes de influencia en dos mundos: el del socialismo doméstico y el del capitalismo transnacional. Para la ciudadanía común, esto reafirma una sensación crónica: que la revolución, en su etapa tardía, ya no es un proyecto ideológico, sino una empresa familiar.
Los viajes de Vilma Rodríguez Castro no solo reabren el expediente de los privilegios en Cuba; son también una alerta sobre la dificultad de desmontar los cimientos de una casta blindada por la historia. Mientras el pueblo sigue haciendo colas para todo, sus herederos aterrizan en Manhattan y alquilan en Miramar. La revolución, como temía Martí, ha cambiado de amo sin cambiar de trono.





