En la mañana de ayer circuló en las redes un mensaje desesperado que un activista, Saúl Manuel, reprodujo en su página de Facebook: una mujer cubana le escribió para contarlo tal como lo vive.
En un texto corto y sin florituras, la remitente relata noches de insomnio por los continuos cortes de electricidad, el cansancio mental que le deja la incertidumbre diaria y la angustia de ver a sus hijos sufrir: madrugadas en vela abaniqueando a los niños para que los mosquitos no se los coman, jornadas interrumpidas por la falta de corriente y la sensación de que la vida les ha sido arrebatada poco a poco.
“Ya esto es insostenible. No puedo massss”, escribió la mujer al final de su mensaje, y su voz llegó a decenas de comentarios que replican el mismo cansancio y el mismo punto de ebullición.
La publicación de Saúl Manuel no sólo amplificó la súplica individual tal y como la mujer desde Cuba le pedía: la caja de comentarios se convirtió en un termómetro del malestar colectivo. Madres que repiten la historia de noches a oscuras, propuestas de unión en un “apagón de protesta”, llamados a no enviar a los niños a la escuela como medida de presión y exhortos más crudos a salir a la calle aparecen entre reacciones que van desde la empatía hasta la rabia contenida. Algunos lectores instan a la organización y a la acción directa; otros, con menos optimismo, apuntan al miedo y a la represión como freno para cualquier movilización masiva.
El intercambio deja ver dos cosas al mismo tiempo: la profundidad del deterioro cotidiano y la dificultad de traducir ese hartazgo en una respuesta colectiva.
La mujer que escribió a Saúl no pide consignas políticas complejas; pide un alivio inmediato y habla desde la urgencia doméstica —la falta de sueño, el temor por la salud de los niños, la vigilia constante— y, al hacerlo, convierte lo privado en señal pública. Su estallido ha resonado porque pone rostro a una incomodidad extendida: no es una demanda abstracta, sino el cansancio tangible de quien debe levantar a la familia cada mañana sabiendo que la noche puede venir sin luz.
Que la publicación haya circulado entre simpatizantes y críticos por igual revela, además, el papel de las plataformas digitales como altavoz para mensajes que difícilmente entrarían en los cauces oficiales.
No menos cierto es que, en los comentarios, se mezclan propuestas de unidad con el temor a las consecuencias; la posibilidad de acción colectiva aparece discutida, pero siempre en el contexto de quienes sienten que ya no pueden seguir así. Esa tensión entre la disposición a actuar y el miedo a las represalias es, en sí misma, una pieza clave para entender por qué muchos de estos estallidos se quedan en palabras pulsadas en la pantalla.
La historia que reproduce Saúl Manuel no ofrece soluciones técnicas ni consignas precisas; ofrece la pura evidencia de un umbral alcanzado. Cuando una madre escribe que no puede más, el mensaje atraviesa la esfera íntima y obliga a mirar la realidad desde la esquina más elemental: la supervivencia cotidiana.
En ese cruce de lo doméstico y lo político, las redes sociales registran y aglutinan un clamor que, por ahora, se mide en texto y emoticons, pero que habla de una paciencia agotada y de la posibilidad latente de que, si se multiplican voces así, las pequeñas noches de cada hogar terminen por sumar una madrugada distinta.





